- Dir.: Andrei Khrzhanovsky
- 1968
- 20 min.
Todo el rato tiene una estética muy estimulante. Me gusta ese arte tan evocador de las vanguardias. Esa especie de arte deshumanizado en este caso utilizado para un mensaje tan espiritualista y humano. Esa ruta que lleva a los cielos desde donde desciende el divino instrumento recuerda a cómo se retorcía la perspectiva en “El gabinete del Doctor Caligari (1920)”. Me gusta todo. Me encanta el hombre burócrata que gracias al dinero hace y deshace a su antojo. Me encanta incluso que una cinta de discurso tan anticapitalista, en el sentido de aversión al dinero, fuera prohibida en la URSS.
Tampoco es de extrañar, ya que principalmente la película se dirige contra la censura. El censor es, sin duda, la figura más potente. Es el elemento con la animación más escueta, de estar más hierático y que acumula una expresividad mayúscula. Me encanta cómo se muestra el soborno generalizado con esas simetrías radiales de las monedas surgiendo de su mano. La animación nunca adquirirá total fluidez, pero cuando se trata de mostrar a este hombre se muestra particularmente entrecortada. Esto, por supuesto, lo asemeja a esa idea de hombre máquina.
Me gusta que nunca hable: emite sonidos breves, abstractos y mecánicos. Hay una imagen que se repite dos veces de este hombre: aquella en la que censura el arte rompiendo la armónica de cristal bajo sus pies. Tras ver los añicos en el suelo la cámara sube en un paneo vertical. Donde termina el torso del hombre vemos dos círculos concéntricos, no tiene cara. Esta imagen se resolverá cuando la animación avance al siguiente fotograma: estamos mirando el bombín desde arriba y él está con la cabeza agachada.
El momento en el que el mundo se deja sumir en la avaricia tras haberse eliminando todo lo bello vemos un desfile de monstruitos que casi nos recuerda al infierno de El Bosco. Esta parte además está montada muy sinfónicamente. La música acompaña de maravilla; se vuelve marcial cuando vemos esas patas del monstruo peludo amarillo que hace temblar el suelo. No deja de ser curioso que el símbolo de la unión de la sociedad sea la maquinaria compleja de un reloj. Lo digo porque las vanguardias que tradicionalmente han venerado las máquinas y las ruedas dentadas han sido de tendencia deshumanizante.
Durante este pasaje de la codicia la mujer propia se utiliza para sujetar todas las cosas que un hombre ha ido acumulando en su casa. Vemos a este hombre violentar la intimidad de su vecino para observar todo el dinero que posee. Un hombre diminuto de nariz sospechosamente judaizante. Aquí tenemos otra de las imágenes para el recuerdo de la película: cómo se le ponen los ojos ávidos y sucesivamente van apareciendo más copias de sus ojos a la vez que su figura se acerca al centro del cuadro.
Resulta curioso cómo la llegada del arte y de la belleza convierte todas las vestimentas de las figuras humanas en típicas de una nobleza que casi nos recuerda a esa primera animación de “¡Pobre Pierrot! (1894)”. Esas piernas enfundadas en mallas y en posiciones de balet. Cuando todas las personas se eleven en esa especie de torbellino veremos cómo ondean las capas de una nobleza casi elitista que nos extraña en una obra con un mensaje tan humanista.
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