viernes, 26 de mayo de 2023

EL INCINERADOR DE CADÁVERES

Dir.: Juraj Herz
1969
95 min.

Un tipo aburrido, encantado de su trabajo como incinerador termina apoyando la invasión nazi a Checoslovaquia. La forma en la que se hace este retrato es magnífica. Repite un corto repertorio de frases. Que las cenizas acaban en urnas y el alma en el éter. Que Checoslovaquia es un país avanzado porque incinera sus cadáveres. Que tiene una agradable familia. Cómo conoció a su mujer enfrente de la jaula de los leopardos. Admira los cuerpos en los ataúdes, saca el peine de su bolsillo, peina los cadáveres y se repasa su engominado pelo antes de guardar de nuevo el peine.

Hay una escena en la que se asume lo inquietante propio del cine checoslovaco. Al protagonista no se le ocurre un mejor plan familiar que ir a un macabro museo de cera. Ese descaro con el que el feriante anuncia que tienen un duende de cera que resulta ser un enano al que hacen quedarse quieto. Todo el encanto del museo es que recrea situaciones macabras. Es remarcable el apuñalamiento en el que un autómata tiene la precisión de bajar el cuchillo hasta la hendidura que el otro muñeco tiene en la espalda. Tras eso, el feriante lleva a nuestro protagonista a una sala aparte en la que se supone que guarda cuerpos enfermos en formol. El contraste es muy cómico ya que él, que había contemplado los horrores con cara más aburrida que interesada, va a ver a su médico personal a hacerse un análisis de sangra para buscarse enfermedades venéreas.

En la consulta explica motivos para hacerse los análisis a pesar de prometerse fiel a su esposa. Nosotros sabemos que esto es mentira y que acude a un prostíbulo casi como si fuera parte de sus responsabilidades laborales. Conversa con la prostituta antes de meterse en la cama. El ritual de higiene: ella se sienta en el bidet. Cuando ha terminado de asearse él se acerca a ella para que le limpie los genitales. Pero todo ello de manera mecánica, burocrática. Hay unas transiciones maravillosas en las que a contraplano se cambia el escenario. Del prostíbulo a su apacible y modélico hogar. Con cuadros horrendos en todas sus paredes. Especial cuidado en los cuadros que cuelga en el baño.

Lo maravilloso del asunto es que el hecho determinante que le hace alistarse en el partido nazi es que se celebra una fiesta en la que le prometen que habrá mujeres dispuestas a todo. Y así ocurre. Mientras él está ahí más mirando que aprovechándose de los cuerpos que se le ofrecen le explican todas las maravillas de la invasión alemana. Su amigo, gran convencido del nazismo le hace investigar si tiene sangre alemana. Para lo cual vuelve a visitar a su médico de confianza, judío. Aquí él, como quien no quiere la cosa pregunta acerca de cuánta sangre alemana tiene. En una respuesta quizás vista desde hoy un poco manida, dice que eso no se puede ver en la sangre, que todas son iguales. Del mismo modo que todas las cenizas son iguales.

Cuando por fin es un convencido del nazismo mata a su mujer, a quien la descubren origen judío por su forma de cocinar el cerdo, e hijos. Unas escenas descarnadas. Para deshacerse de los cuerpos de sus hijos los mete en ataúdes cuyos familiares han expresado que no quieren que se exponga el cuerpo. Es una escena que ocurre dos veces y en ambas ocasiones se usa de exordio un terrible sonido de madera chirriando cuando saca los clavos de la caja con unas tenazas.

A su hijo varón, además de tener sangre judía, se le condena por afeminado. Lo cierto es que compone un personaje curioso. Palidísimo. Apocado. Delgado. Gafas redondas al estilo de Gödel. Cuando está rememorando por primera vez la cita con su mujer ante la jaula de los leopardos sin que llegue a explicarse del todo apela a una imagen en la que los dos hijos están dentro de la jaula.

El caso es que esta violencia intrafamiliar está expresada con la misma crudeza y casi comedia con la que los cineastas subversivos europeos contemporáneos muestran los asesinatos entre padres e hijos. El arma filicida es una barra de hierro. Una barra que ya habíamos escuchado anteriormente caer sobre el mismo frío azulejo blanco sobre el que yacen los ataúdes. Por supuesto aquí no hay el subrayado del cine actual y no hay un regocijarse en la sangre de las víctimas.

Lo quizás evidente pero no por ello menos poderoso del final es que el reich le reclama para diseñar un plan crematorio. Como el tipo no tiene grandes pasiones, es aquí cuando le vemos más exacerbado. Quizás ha llegado a creerse los discursos supremacistas nazis, pero hasta este momento no le vemos brillo en los ojos en referencia a la invasión.


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