viernes, 20 de octubre de 2023

ALEMANIA, AÑO CERO

Dir.: Roberto Rossellini
1948
74 min.

Unas interpretaciones demasiado teatralizadas para nuestros estándares actuales nos hacen mirar con escepticismo el apelativo de realismo italiano. Pero lo que tiene una dosis de realidad arramblante es ver una ciudad en ruinas. Todo el escenario es desolador y eso no hay forma de fingirlo. Esa ciudad desprende la miseria que se pretende plasmar en la película.

La copia que he visto tenía serias necesidades de una restauración. Como la cámara pasa tanto tiempo en la calle la película se expone a la luz natural que muchas veces evita que los negros lleguen a ser tan negros como debieran. Yo me sigo sorprendiendo al ver cinematografías más dignas que la estadounidense hacer absolutas peripecias con la cámara en esta década. Me gusta mucho que la cámara entre en cualquier rincón de esa ciudad.

La historia que cuenta es una auténtica penuria. Se muestra a los seguidores de Hitler tras su derrota. La frase más memorable al respecto es cuando un hombre está quitando escombros y dice Éramos nacional socialistas y ahora somos nazis. Lo cierto es que se ve un gran desconcierto en estas personas. Todo ello sintetiza en el niño protagonista. Tras hacer tropelías para ganarse el pan obedece una idea que tiene su origen en los discursos de Hitler. Los débiles deben dejar paso a los fuertes. Entonces lo que hace es envenenar a su padre.

Lo complejo del asunto es que la persona que le transmite esta idea se horripila al descubrir que el niño ha cometido parricidio. Es como si los nazis simplemente hubieran comprado el ideario sin haber llegado a reflexionar nunca en las consecuencias de esas ideas llevadas a la práctica. Ante tal abandono, lo único que le queda al niño es suicidarse. He de decir que esta escena del suicidio me resulta bastante poco interesante. Le quedan pocas salidas a este muchacho y el suicidio se barrunta algunos minutos antes de que acabe la película. Le vemos vagabundear por Berlín hasta que por fin se arroja al suelo. Pero son varios minutos sin apenas suspense. Para más inri tenemos que soportar a un niño hacer gestos de persona adulta atormentada. Ese primer plano del niño sentado en una escalera llevándose las manos a la cara abrumado por la situación es lamentable. Dejando esto a un lado, en ocasiones el deambular de este chico me ha recordado a Jean-Pierre Léaud en “Los cuatrocientos golpes”.

Hay un personaje muy turbio con un par de apariciones muy breves. Me refiero a un hombre de bata blanca que vive en un edificio burgués en el que se esconden muchos otros. La manera en la que acoge a los niños que se acercan a esa casa nos hace pensar que no les depara nada bueno. Mientras que este hombre aparece sólo a llevarse a los niños, el antiguo profesor del protagonista también tiene unas manos suficientemente atrevidas como para que oscurezca a este personaje.

Me gusta el momento en el que los estadounidenses realizan turismo en los lugares en los que ardieron los cuerpos de Eva Braun y Adolf Hitler. En cualquier otra narrativa habríamos acompañado sus carcajadas de manera sádica.


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