viernes, 13 de septiembre de 2024

LA CASA LOBO

Dir.: Joaquín Cociña
2018
75 min.

La premisa es sugerente, sobre todo por el juego meta de convertir a los productores de la película en los restauradores de un ficticio metraje. Pero la técnica de la película es arrolladora. Se percibe una gran cantidad de trabajo y después un gran cuidado en el montaje. Hay un cuidado muy llamativo para los imperceptibles efectos que se consiguen. Por ejemplo a medida que las velas se consumen, crecen. No se sustituyen de un fotograma a otro, sino que, de la misma manera que se anima de manera natural su disminución de tamaño, su recuperación también está animada. Sólo que este proceso de regeneración entiendo que lleva infinitamente más trabajo.

La propia técnica adquiere protagonismo con el diseño de sonido. A veces escuchamos el papel del que están hechos los personajes. En otra ocasión en la que la diégesis es silenciosa, tan sólo se escucha ruido ambiente, escuchamos por encima un sonido líquido. Este sonido pretende acompañar a la pintura que se mueve por las paredes. En otra ocasión la cámara avanza a medida que aparece un camino de velas. Cada vez que aparece una de estas velas (y son muchas) un pequeño sonido la acompaña.

El hecho de que los seres animados estén hechos de papel maché los convierte en delicados: los muñecos se rompen. Podemos ver cómo su propia carne se regenera. La carne colabora entonces a generar la sordidez de la película. De nuevo no se trata simplemente de disimular los defectos de la técnica. Las roturas de los muñecos no se arreglan de un fotograma al siguiente, esta regeneración también está animada.

Cuando la animación se trata de pintura, no de stop motion, recuerda en cierto sentido a “Loving Vincent (2017)”. Aquella era mucho más pulcra en el estilo. Pero igualmente tenía un rasgo muy único de esta técnica: lo que está dibujado deja rastro al moverse. En esta ocasión además podemos percibir cómo pintar las paredes del estudio deja un reguero de churretones de pintura por el suelo. Cómo los ojos dejan caer gotas de pintura que colaboran en un aspecto tétrico. Quizás el momento en el que la pintura revela del todo su virtuosismo es aquel en el que la estancia está a oscuras: toda está pintada de negro menos un círculo que se desplaza emulando el haz de luz de una linterna. Esto es una maravilla porque este área iluminada va y viene. Es decir, la misma región del escenario se pinta de negro y de vuelta al color varias veces.

El trabajo con el papel maché nos deja la constatación de que las figuras se sujetan con celo mostrándolo sin pudor. La vibración de todo le da una vivacidad que nos hace pensar en los elogios que recibió la animación de “King Kong (1933)”. Me gusta que percibimos cómo el suelo ha sido pisado y recolocado. Esta técnica se permite las libertades de perder por completo las proporciones, hasta llegar a una imagen bastante poderosa en la que el personaje pierde su cuerpo y se convierte una cabeza, como tirada en el escenario. Algunas manos circunstanciales completan su corporeidad.

La voz narradora es extraña. La mayor parte de las veces no me interesa demasiado. Se repiten algunas frases con voz tenue, a veces a esta vos amable la dobla por encima alguna más inquietante. Entiendo el desasosiego que trata de transmitir la conjunción del acento alemán, chileno y los textos propios de las fábulas, pero creo que no llega a conseguir cosas interesantes.


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