sábado, 20 de abril de 2024

SUEÑOS Y PAN

Dir.: Luis (Soto) Muñoz
2023
92 min.

Nos situamos en un momento temporal muy difuso. Las noticias hablan de José Bono como presidente del Congreso de los Diputados. Ello nos sitúa al final de la década de los 2000. Podemos suponer que es un mundo sin teléfonos móviles ya que los teléfonos públicos tienen un par de escenas importantes. Pero la forma de hablar de nuestros protagonistas la percibo como contemporánea. Es cierto que no puedo asegurar que los coloquialismos que tanto abundan en la película sean extemporáneos. No sólo eso: los coches tienen pegatinas de haber pasado la ITV en 2022, el estadio del Atlético de Madrid está presidido por la palabra Wanda mientras elogian al jugador del momento: Torres.

Iba a criticar que se mostraran las Cuatro Torres de Madrid, pero descubro que para los años en los que se ubica la película, ya estaban construidas. El gusto que muestra la película por el ambiente urbano podría haber sido un terreno complicado por mostrar cosas que hace diez años no estuvieran edificadas. Pero, como muchas veces se centra en el nudo de carreteras del sur de Madrid, esto no es un problema.

Que los personajes tienen una relación particular con la ciudad lo vemos muy al principio. Tras huir de un robo uno de ellos calma el dolor de su pie metiéndolo en un charco de la calle. Lo hace con naturalidad. Así se nos brinda una imagen llamativa y que nos permite sentir que estamos en una clase social diferente.

El elemento más fuerte de la película es el absolutamente pasado de rosca George Steane. Es una metralleta hablando. Esa mirada de colgado total. Ese rostro delgadísimo. Me encanta todo él. Lleva una fuerza que la película percibe y parece que desnuda las escenas solo para él. Se renuncia al corte y a la música para que el actor pueda dar rienda suelta a su torrente interpretativo. Nada a su alrededor es como él. Su coprotagonista es infinitamente más calmado, reflexivo e intimista. Me encanta cómo grita a la mujer de servicios sociales que no les concede la custodia de un niño porque son yonkis. Cualquiera percibiría a este hombre como un yonki, pero difícilmente a su compañero.

La libertad que se le da a este actor a veces nos deja frases en el guión no particularmente brillantes. No me interesa particularmente la conversación en la que sueñan con ser futbolistas famosos. El tema en sí mismo no es novedoso, no hay problema en ello. Pero las frases con las que se desarrolla la escena me parecen clichés. Peor ocurre cuando están en la galería de arte en una suerte de turismo de clase y suelta la frase manida acerca de que el arte contemporáneo lo puede hacer un niño pequeño.

Una de las escenas en las que él más brilla es aquella en un prado en el sur de Madrid. Su amigo colapsa al verse colaborando con el narcotráfico mientras Sara está en un centro de desintoxicación. Esta escena es desnudísima. Me encanta la fuerza con la que se hablan. Me gusta cómo saca la navaja contra su socio, que no respeta el espacio de su amigo. Cómo este personaje, que es tan excesivo en sus formas, se mantenga consciente de la situación y bajo torpes frases como déjale que se ha rallado muestre tanta comprensión. Esta escena además se permite algo que empiezo a encontrar en el cine: permite a los actores trabarse. Es muy fascinante verlo porque la forma en la que dudan después de haberse equivocado en el texto es totalmente natural. Casi como si estuvieran esperando a oír corten. El personaje a quien más vemos sufrir repitiendo sus frases es a la mujer de servicios sociales, que deja un prolongado silencio después de haberse equivocado en el texto.

Sonoramente hay varios momentos muy interesantes. Por ejemplo aquel momento en el que Sara se está inyectando heroína. En el cuarto de baño los dos chicos y su hijo están jugando bailando con la música a todo trapo. Pero ella percibe como si cualquier sonido que pudiera hacer el mechero o la cuchara fuera ensordecedor. Nosotros, por ende, sólo oímos su respiración y los objetos que manipula.

Con la misma tensión está rodada una escena en la que Javi, casi por vicio, roba una cartera en una galería de arte. El silencio es absoluto. Mientras él va realizando con discreción tan delicado proceso, se intercalan imágenes de Dani tratando de seducir a una chica. Cuando parecía que él estaba desatendiendo por completo el robo, finge un oportuno estornudo que rompe la tensión de la situación y permite a su compinche realizar la extracción de la cartera. Me encanta la conversación posterior: tienes un ¿clínex? Los he visto más rápidos.

En el bagaje cultural de estos individuos ocurre algo curioso. Cuando están contándose la vida hay una cierta ignorancia fingida, no siempre con éxito. Y, por algún motivo, consideran conocida “La muralla” de Quilapayún. Hablan de esa canción como si fuera parte de su día a día y cuando se disponen a cantarla, se descubre que apenas la conocen… Es fascinante.


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