viernes, 25 de marzo de 2022

CANCIÓN SIN NOMBRE

Dir.: Melina León
2019
97 min.

Creo que lo más memorable que tiene son las actuaciones musicales. Las dos escenas con actuaciones de música ayacuchana. Comprometen la capacidad del micrófono con sonidos estridentísimos. La música tiene un sonido constante de crótalos muchas veces a destiempo. Un violín agudísimo. Uniformando toda esta amalgama, un arpa gigante, de sonidos graves, con una gran caja de resonancia. Vocalmente un coro femenino grita unos sonidos imposibles. Son unas escenas que llaman poderosísimamente la atención. No aparecen mis amados bombines… Sin que se parezcan musicalmente, me parece una propuesta igual de agresiva que los narradores de “Línea no regular”.

Con respecto a la trama, hay demasiadas cosas que nos vemos venir antes de que sucedan. No es algo que sea por fuerza malo, pero hace que cuando por fin se consuman, pierden potencia. Así el rapto del bebé más o menos nos lo vemos venir desde el primer momento que anuncian la clínica en la radio. Se nos ha mostrado un país absolutamente caótico. ¿Quién podría creerse que hay médicos prestando atención caritativa? El caso es que cuando ella empieza a olerse el rapto lógicamente cae en una desesperación. Pero claro, nosotros llevamos un rato en el que ya hemos asimilado el varapalo que ella recibe. Por eso hay un mundo de distancia entre la contemplación del espectador y el drama de ella. La escena en resumen se vuelve absolutamente melodramática.

A esta escena sucede una serie de acontecimientos de lucha contra la burocracia y por fin una encarcelación arbitraria por el toque de queda. Nada nuevo bajo el sol. La película lo narra con más pesadez de la que somos capaces de asimilar en este punto, pero no es demasiado larga.

Con respecto al periodista, desde el primer momento se le construye una imagen muy atractiva. Con la estética propia de la juventud japonesa. Pelo laceo y negrísimo, una delgadez que casi desafía su raza, esas camisas que le estilizan tremendamente. A este aire asiático colabora un plano de la lluvia a cámara lenta. Algo que nunca puede faltar en el arte japonés.

La trama de investigación de la organización que secuestra bebés es absolutamente típica y tópica. No aporta nada. Quizás la nota más interesante sea la reflexión que realiza el senador al final. Plantea que los niños robados vivirán mejor en el extranjero que en Perú. No conozco la situación de la zona en el 88, pero cabe decir que hasta donde sabemos, el destino de esos niños es Centroamérica.

Toda la película tiene una intención pictórica muy fuerte. Tiene unos juegos de lentes y de foco interesantes. Muchas veces dejan toda la parte superior del plano vacía mientras abajo está la cabeza del personaje. Efecto que se acentúa por el formato de 4:3. Los planos más llamativos son en los que se muestra la desolada ladera andina donde vive la familia. En particular cuando fracasan en su intento de denunciar el robo. La pantalla queda partida por una recta. Arriba el cielo del anochecer, abajo en negro la montaña. En medio las figuras de ambos que se mueven con pasos torpes. En cierto momento deja de ser imagen continua y se mueven como a saltos acercándose más y más a cámara. Un momento casi terrorífico.


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