viernes, 10 de marzo de 2023

EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO

Dir.: Alfred Hitchcock
1934
84 min.

Empieza con un planteamiento de trama muy rutinario. Ya aparecen algunos planos llamativos como la muchedumbre a los pies de una gran ladera de montaña por la que se hacen saltos de esquí. Es un plano inmenso que además aprovecha la verticalidad del formato cuadrado. Sin saltar todavía a otra escena vemos una conversación de unos personajes que charlan con la clásica cháchara aburridísima para ponernos en situación. En ocasiones dan ganas de esconderles el cine sonoro a los directores de los años 30 en la balda de arriba donde no lo alcancen. Esta conversación ocurre en un plató con un fondo falso como corresponde a la época y para dar verosimilitud al escenario se cruza mucha gente por delante de la cámara. Llama mucho la atención.

Veremos en la siguiente escena una muerte que desencadena la trama. Morirá por un tiro en el pecho. Un disparo que se ha realizado a través de una ventana que da a la cordillera. Es importante esta información para que lleguemos a ser conscientes de lo virtuoso que es el francotirador. Me parece muy valiente arrancar la secuencia con la cámara apuntando al exterior de la estancia. Ello supone dejar en una evidencia tremenda los, aunque bien ejecutados, evidentes decorados. Siendo una escena que culmina con la muerte más importante de la película llama mucho la atención que empiece con un divertido juego en el que una pareja de bailarines va arrastrando un hilo y enredando a todos los que bailan en la sala. Y lo que acontece justo después del disparo es otra maravilla. El tirador no sólo sabe pasar desapercibido, también consigue que el tiro mortal no se note en sí mismo. Sólo parece descubrir que ha sido herido cuando ve la mancha en su camisa.

La mitad de la película transcurre de forma bastante rutinaria. Llamadas a la policía, interrogatorios. Bien. Todo correcto. Me aburre. Pero en Londres presenciamos una escena violentísima. Absurdamente violenta para la época y extrañamente violenta para ser Hitchcock. Cuando Peter Lorre se descubre como el cerebro malvado (con unos picados a su mirada plomiza y rechoncha, que podría ser de Orson Welles) se desata una pelea de sillas totalmente descacharrante. Se rompe una cantidad brutal de ellas. Los malos caen al suelo aturdidos. Le arrojan a un tipo que está hipnotizado una silla para despertarle del trance. Es una escena tremenda de ver.

Una violencia de igual calibre es la que veremos en el tiroteo final. Eso es alucinante. ¡Qué cantidad de tiros! ¡Qué manera la de Peter Lorre de mantener una pachorra mientras sus secuaces van cayendo heridos al suelo! Hay una imagen potentísima en la que él está sentado en el suelo. Sacando armas de sus cajas. Mientras, la habitación se ilumina por las ventanas. En cada una de ellas tiene a un tipo disparando contra la policía. Una forma de no dejar que la violencia le afecte lo más mínimo… No podemos decir que haya muchísimas muertes. Pero las hay. Muerte de policías que incluso están todavía preparando sus parapetos. Nada de ir regalando muertes heroicas.

Lo que sí resulta heroico es el disparo con el que la madre mata al hombre que está persiguiendo a su hija. En este punto se tiene bien aprendida la lección en la que todos los elementos de la narración tienen que servir para algo. Si la primera vez que hubo dos disparos por parte de ambos personajes (en una competición de tiro al plano) él acertó y ella falló por culpa de un grito de su hija; en la segunda ocasión él fallará porque ella gritó en el teatro y ella acertará por un silencio sepulcral en esa calle de Londres.

La escena del teatro creo que, aunque es una gran idea y tiene mucho potencial, no está magistralmente ejecutada. Para empezar el gran estruendo que tendría que haber servido para que el tirador ejecutara a su víctima no es tal. Cuando lo oímos por primera vez en el disco de vinilo que pone Peter Lorre no nos resulta particularmente reconocible. Tenemos la suerte de que Hitchcock sabe cómo anticiparse a los grandes acontecimientos y vemos a todos los percusionistas de la orquesta prepararse para el golpe.

En el teatro sí hay una transición de planos muy sorprendente. La mujer totalmente envuelta en lágrimas ante la tensión de la situación empieza a desenfocar el escenario del Albert Hall hasta tal punto que casi todo el plano se vuelve blanco. Entonces salta a un plano realmente blanco sobre el que se deslizará el cañón de la pistola magnicida. Un recurso parecido lo vemos cuando ella se entera de que su hija ha sido secuestrada. La vemos amagar un mareo típico de la época pero se salta a un plano que gira en torno a la estancia antes de que pierda totalmente el conocimiento. Viendo esta clase de recursos sólo podemos pensar lo terriblemente mal que nos acostumbró el cine estadounidense de los años 40 con sus más que rutinarias narraciones.


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