viernes, 15 de marzo de 2024

LA EVASIÓN

Dir.: Jacques Becker
1960
131 min.

Imposible no acordarse de “Un condenado a muerte se ha escapado (1956)”. Precisamente al hacer esta comparación echamos de menos la sensación tan gratificante que vivimos con aquella. Tal es la frustración cuando vemos la mirada de Roland a Gaspard, que buscamos culpables. De repente ya me parece torpe la idea de haber arrancado la película con el muchacho novato que es acogido en el grupo perfectamente cohesionado. Pero sinceramente, esto no lo he pensado hasta que el fatal desenlace se divisa.

Aunque habría preferido verles pasear por la calle. La verdad es que este final me ha resultado sorprendente. Tanto nos encariñamos de los presidiarios, que resulta cruel el destino que la película tiene para ellos. De hecho, el único acto de maldad que les vemos ejercer en la película es aquel en el que abofetean a unos fontaneros que les roban el tabaco. Por lo demás son siempre amigables, ni siquiera se mencionan los delitos que les han llevado a la cárcel.

En cuanto al resto, es una maravilla. Es paciente, juega con muchos menos elementos que la de Bresson. El asunto principal para la huida es excavar un agujero para sortear un bloque de hormigón. Antes de llegar a esta excavación, la más laboriosa, hay una inicial en el suelo de la celda. Aquí la cámara con extrema osadía muestra cómo se desquebraja el suelo bajo los golpes de una rudimentaria herramienta a partir de una pata de hierro de la cama. Esto es una absoluta maravilla. El ruido es ensordecedor. Podemos ver cómo se les desliza el paño con el que agarran el metal. Sentimos cómo debe machacar sus manos esta tarea. La cámara enfoca al suelo. Cada vez que cambian de turno, la cámara realiza un pequeño tilt en vertical para mostrarnos al siguiente y acto seguido centra de nuevo su atención en el trabajo.

Aunque la tensión es constante, hay una escena en particular en la que el suspense es supremo: aquella en la que Roland y Manu bajan a las galerías por primera vez. Tienen que cruzar una cantidad de puertas que nos parecen miles. Sierran un barrote al que la cámara presta no poco tiempo. Hay un momento del todo lúdico en el que se esconden de una pareja de guardias tras una columna uno subido en los hombros del otro. Este descubrimiento es una delicia. La presión del momento es brutal, vemos el rostro de Manu a una altura que no debería y cuando se cambia el valor del plano, vemos el número circense. Formidable.

En esta misma secuencia hay un detalle precioso: si ya hemos elogiado el sonido de la película, la iluminación tampoco se queda atrás. Llevan una tosca lámpara de aceite para alumbrar su camino. En un momento dado, que se asoman a la compuerta de una alcantarilla, han de iluminar alternativamente la galería en la que ellos se encuentran y el pasadizo por el que corre el agua. Hay un juego de iluminación con una sincronía pasmosa. Las dos estancias se iluminan en virtud de dónde están colocando la llama. Una delicia.

Los cuatro reclusos originales son tremendamente carismáticos. Resulta increíble que Roland no fuera actor profesional. Tiene una presencia brutal ante la cámara. Philippe Leroy en el papel de Manu tiene un atractivo arrollador. La simpatía de Monseñor es preciosa. Incluso la película consigue que nos encariñemos del guardia Grinval.


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