- Dir.: Mario Camus
- 1984
- 103 min.
Desoladora. El sonido sucio de su banda sonora y la niebla que cubre el encinar casi nos hace pensar en la misma vida miserable que se refleja en “El caballo de Turín (2011)”. Las condiciones pésimas en las que viven podrían ser suficiente castigo. Pero lo que nos lleva los demonios, y desde luego es lo que mantiene nuestra conexión con la película, es el trato altivo y déspota de sus señoritos.
Son indelebles las escenas más humillantes. En particular aquella en la que Alfredo Landa se comporta como un perro arrastrándose por la tierra para satisfacer a su amo. Para recibir la aprobación de ese hombre que le somete. El desdén se magnifica al darnos cuenta de que la explotación de ese hombre, lo que le provoca una lesión en la pierna de por vida, no está enfocado a su explotación para el enriquecimiento de sus amos. Es todo tan frívolo que la obsesión del señorito Iván es la caza. No son sus negocios, es un simple pavoneo delante de los otros ricos.
Muy afilado es el momento en el que, tras haber visto la España más tradicionalista, con nobleza acompañada de su propio clérigo (gordo, por supuesto), tontear con un ministro que por ahí pasaba (imposible no recordar la película de tono radicalmente distinto “La escopeta nacional (1978)”), aún se atreve de mostrar a un burócrata francés lo muy avanzado que está el país. Para ello llama a tres sirvientes debidamente amaestrados y les hace escribir en un cuaderno sus nombres. Con este espectáculo degradante el señorito cree mostrar un imagen limpia de la servidumbre en el campo español.
La película busca ser hiriente con sus villanos y lo será continuamente. Pero nunca será algo soez. Quizás a quien peor trate la película será la señora marquesa. Ella que tiene esa altanería al saludar en el balcón, que al dirigirse a Régula (su queridísima sirvienta) pregunta con más interés por sus cerdos que por su familia. Me gusta mucho el contraste entre la alegría del servicio comiendo y cantando juntos celebrando la primera comunión del menor de la familia noble al contraponerla con el letargo que se vive dentro de la casa.
La cámara tiene muchos momentos de grandísima habilidad. Por ejemplo en la escena que acabo de mencionar, la silenciosa comida de los ricos, tiene una forma muy elegante de recorrer sus torsos. Su mayor esplendor es el famoso vuelo del cuervo desde el campanario hasta el hombro de Francisco Rabal. Hay que reconocer que ese plano es mágico. Su hubiéramos leído ese fenómeno sobre el papel difícilmente se habría conseguido el efecto que produce ver en un único plano al animal obedecer de esa manera tan elegante a su amo. Entiendo que lo que ocurre ante la cámara no es milagroso, que simplemente se necesita un pájaro, un hombro y paciencia; pero el resultado es poderosísimo.
Me gusta que aunque se dibuje a un personaje tierno, no se haga la clase de construcción mágica al estilo de Víctor Erice. A Azarías le gusta cuidar de quien es más desfavorecido que él. Pero nunca se dota a la niña chica de conexiones trascendentes. Más que una conexión con los elementos más puros del alma se acerca más a una endemoniada con esos atronadores gritos con los que rompe la noche. Recordemos esa primera escena en la que ella se desgañita impidiendo cualquier tipo de intimidad a sus padres.
El rostro pesado de Terele Pávez interpretando a Régula es expresivo a más no poder. Trasmite una desidia total por la vida que les ha tocado vivir. Con sueños de una vida mejor para sus hijos. Qué terrible es ese momento en el que escucha todo lo que su señorito le manda y responde: para eso estamos. Esa es su repuesta para todo lo que le manden a ella, pero cuando se entera de que su hija no podrá ir a la escuela, adivina que no podrá salir de la miseria que ellos han vivido… Eso es terrible.
La inmoralidad de la alta clase quizás no provoca el escándalo que podría. Entiendo el contraste que se pretende señalar entre su compromiso con la imagen pública y a su vez tener toda clase de traiciones y de indecencias. Este lío de faldas ayuda a construir un personaje resentido que se dirige al servicio siempre con la fusta en mano. Por otro lado nos permite odiar con más fuerza al niño consentido, al señorito Iván. Pero tras haber visto “El desencanto (1976)” el pedestal de la nobleza ya está demasiado minado como para que lo de aquí tenga efecto.
Por reconocer el cortijo como una administración de la tierra tan netamente española uno se siente muy apelado por las imágenes que aquí vemos. Me resulta doloroso ver el país que éramos. Igualmente uno se pregunta por qué esta imaginería la tenemos tan asociada a lo rural de otra época. El mismo tipo de miseria absolutamente atrasada que veíamos en “Las Hurdes (Tierra sin pan) (1933)”. Es inevitable pensar qué clase de explotaciones no se darán hoy con los temporeros que tienen que convivir unos pocos meses con sus patrones.
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